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La hija menor deviene madre de sus padres por obra y gracia de una misma enfermedad en distintas versiones: Manolo, cáncer de próstata; Julia, un carcinoma en el hígado. “Cuidar de alguien es un pegamento mucho más fuerte que la ideología”, escribe la periodista española Ángeles Caballero en Los parques de atracciones también cierran (Arpa), primer libro autobiográfico edificado desde la inteligencia que destila el humor: reír para que duela menos el sufrimiento, el miedo a quedar huérfana; la risa como salvavidas para exorcizar la muerte y la tristeza. La autora esquiva los lugares comunes del drama que implica acompañar cuando el deterioro es irreversible y cuenta que aprendió a administrar los silencios y las informaciones, cambió muchos pañales y se convirtió en otra persona.
Caballero (Madrid, 1976) presentará su primer libro en la 49° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. La periodista española, que trabaja en el diario El País, revela que tiene ganas de animarse al ensayo con un tema poco explorado: el alcoholismo y las mujeres. “Tengo la sensación de que este primer libro lo escribí pensando que iba a leerlo mi familia y mis amigos, y mira dónde estoy -dice mientras recorre con los ojos chispeantes la cafetería del hotel de Recoleta donde está alojada-. Si Manolo y Julia supieran que estoy en Buenos Aires hablando de ellos, les explotaría la cabeza”.
-¿Por qué cuidar de alguien es un pegamento mucho más fuerte que la ideología?
-Esa frase es el resultado de mi propia historia personal y profesional. El germen del libro fue que durante un tiempo escribía unas columnas de opinión, normalmente de actualidad política, en un medio (El Confidencial) con una línea editorial bastante conservadora, y recibía comentarios con mucho odio, como pasa muchas veces con los periodistas, especialmente si somos mujeres. Cuando esas columnas de opinión empezaron a ser sobre el cuidado de mis padres, porque algunas veces tenía que escribir y no estaba en el Congreso entre diputados, estaba en un hospital o en una sala de espera en urgencias, me daba cuenta de que al compartir eso recibía el comentario de un montón de gente que me decía: “estás describiendo perfectamente lo que he sentido con mi padre, con mi madre, con mi abuelo”. Cuidar a mis padres me ha hecho estar en comunión con personas que, en cualquier otro tipo de conversación, se habrían visto enseguida nuestras diferencias.
-En el libro aparece la lucidez de los nietos, cuando tu hija expresa que no quiere que el abuelo siga sufriendo. ¿Cómo se puede evitar el sufrimiento?
-Le he dado muchas vueltas a esa parte porque vivimos en sociedades desarrolladas con una esperanza de vida muy larga. Te aseguro que la frase que más repetí durante ese tiempo, cuando salía del hospital, era “bendito infarto”, pensando en mí. No quiero llegar a los 104 como llegó mi abuela, sorda, ciega. Si me apuras, prefiero un infarto a los 70 y haber vivido con cierta lucidez. Hace un par de años me autorregalé para mi cumpleaños mi testamento vital. Respeto mucho cómo canaliza cada uno el dolor y el sufrimiento. Si hay gente que prefiere resistir hasta el último momento, no seré yo quien le diga “¿cómo haces eso? ¡qué barbaridad!”. En el caso de mi madre, llegó un punto en el que por su carcinoma de hígado, como le pasaba la sangre intoxicada, a veces parecía que se había fumado algo, con lo cual su discurso no era muy lúcido; pero mi padre estuvo lúcido hasta el final. Mi padre gritaba en la habitación que quería morirse porque no podía del dolor. Ese grito lo tengo aquí (se señala la cabeza). En mi testamento vital, aparte de la donación de órganos, puse que no quería alargar la vida de manera innecesaria.
-En Los parques de atracciones también cierran emergen los pequeños secretos familiares, como el alcoholismo de tu madre. ¿Por qué el alcoholismo sigue siendo un tabú, más cuando se trata de una mujer?
-En España hay una frase que he escuchado desde que era pequeña: “nada peor que una mujer borracha”. El alcohol es una de esas cosas que están escondidas en los armarios de las casas, es algo muy barato que hay en cualquier supermercado; no necesitas la receta de un médico, no tienes que comprarlo de manera clandestina como la cocaína. Muchas veces se bebe para olvidar y para anestesiar; es un anestésico muy barato y transversal a las clases sociales: puedes ver a alguien de una clase social muy acomodada que no para de beber, lo mismo que la persona de un barrio más humilde, con una vida muy precaria y llena de problemas. Estuve presentando el libro en un pueblo muy pequeñito de Galicia, Rábade, y en el público había una enfermera de un centro de salud de atención primaria. Entonces me contó que ella le pedía a las mujeres que no bebieran. La frase que le contestó una me quedó grabada en el cerebro: “¿Cómo iba a aguantar yo a mi marido si no es por el licor café?”. El licor café es la bebida típica que se toma en Galicia después de la comida. Hay mujeres que se refugian en el alcohol por insatisfacción, por miedo y por un montón de situaciones de violencia que quieren tapar.
-¿Por qué una de las grandes protagonistas del libro es la culpa que sentís cuando tenés que internar a tu madre en una residencia de ancianos?
-La culpa ha estado muy presente porque es la forma en la que se me ha educado. Mi madre decía una frase terrible: “casarse es ceder”. Cuando pasas de tener dos hijos a tener cuatro y de repente hay dos que están terriblemente enfermos, una parte de mi decía: “Tendría que dejar de trabajar para ser esa mujer que se espera que sea”. La que solo sabe cuidar, cambiar pañales, dar de comer, cocinar. Entonces, hay una parte en la que me reconozco sintiéndome culpable de no ceder y aparcarlo todo, como si fuera una especie de mártir o de sacrificio ofrecido a los dioses. A pesar de todas las luces y las sombras que hay en cualquier familia, he tenido una relación maravillosa con mis padres. Y no todo el mundo puede decir lo mismo. La culpa está muy presente en las conversaciones con otros cuidadores porque siempre te añades piedras a la espalda. Para mi madre, yo nunca iba a verla, cuando pasaba todos los días por la residencia. “Vienes muy poco; parece la visita del médico, sólo cinco minutos”, me decía. “Mamá, llevo dos horas aquí”. Para mi madre nada era suficiente.
-¿Qué impacto tuvo el no haber podido despedirse de los padres o familiares por el confinamiento en pandemia?
-Permíteme un poco de humor corrosivo. Se muere mi padre (en 2017) y mi cabeza, que a veces reacciona con cierto sarcasmo para que no me duela, piensa: “Esta es la muerte mainstream”. Este señor se ha muerto en un ingreso hospitalario, ahora se le entierra, luego nos vamos a casa y mañana hay que volver al trabajo. Pensé que con mi madre sería lo mismo. Pero murió cuando llevábamos una semana de confinamiento; es algo que no le deseo ni a mi peor enemigo, que tampoco creo tener muchos, porque es muy dolorosa la imposibilidad de despedirte. Cuando mi madre falleció por Covid, ella estaba en estado terminal de su carcinoma. No poder abrazarla fue algo terriblemente duro. Esas muertes en pandemia dejaron cicatrices que aún no están cerradas.
*Los parques de atracciones también cierran se presentará este viernes 25 de abril a las 19 en la sala Adolfo Bioy Casares. Ángeles Caballero dialogará con la periodista Julieta Roffo.