"El brutalista", con Adrien Brody: arte elefante blanco

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El brutalista          5 puntos

The Brutalist; EE.UU./Hungría, 2024.

Dirección: Brady Corbet.

Guion: Brady Corbet y Mona Fastvold.

Fotografía: Lol Crawley.

Montaje: David Jancso.

Música: Daniel Blumberg.

Intérpretes: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Joe Alwyn, Raffey Cassidy, Stacy Martin, Emma Laird, Isaach De Bankolé, Alessandro Nivola, Ariane Labed.

Considerado el primero en atacar a las vacas sagradas de Hollywood, coleccionistas de Oscars, y en denunciar sus procedimientos, el crítico estadounidense Manny Farber estableció muy tempranamente un campo de batalla teórico que oponía aquello que denominaba “arte termita”, un cine popular capaz de socavar todo a su paso, contra el “arte elefante blanco”. En sus propias palabras, el “arte elefante blanco” es esencialmente “el reino de la celebridad y la opulencia”, que según Farber no tiene otro fin que el de “reconciliar a esos dos viejos enemigos aparentes: el arte académico y el arte publicitario”.

Ganadora del León de Plata a la mejor dirección del Festival de Venecia de septiembre pasado y candidata a diez premios Oscar en la próxima ceremonia de la Academia de Hollywood, El brutalista es la clase de película que puede considerarse, sin temor a error, como “arte elefante blanco”. Con tres horas y 35 minutos de duración (más un intervalo de 15’), organizados en capítulos como una novela, el tercer largometraje como director del actor Brady Corbet aspira a convertirse en una obra cinematográfica total, capaz de dar cuenta de infinidad de temas significativos: la persecución racial, la diáspora judía, las grandes migraciones del siglo XX, los pilares ideológicos del capitalismo estadounidense y el eterno conflicto entre un creador y su mecenas. Sin embargo, el peso de su ambición termina sepultando a The Brutalist en un pozo de pompa y solemnidad equivalente a la opus magnum de hormigón armado con la que sueña su protagonista.

El brutalista del título alude a un arquitecto húngaro llamado László Tóth (Adrien Brody), que no existió en la realidad, aunque la película se presenta deliberadamente como una suerte de “biopic” del supuesto creador de ese estilo arquitectónico, para darle mayor entidad a su personaje. En la así llamada Obertura (a la manera de una ópera), Tóth llega por barco a Ellis Island junto a miles de expatriados y desde la bodega del barco alcanza a vislumbrar como puede –escorada, como es su perspectiva del mundo después de la experiencia que acaba de atravesar- a la Estatua de la Libertad, promesa no solo de una nueva tierra sino también de una nueva vida, que no será fácil, sin embargo. La Segunda Guerra Mundial acaba de terminar, Tóth es un sobreviviente de los campos de exterminio nazis, y consigue asilo en Filadelfia, en la casa de un primo de su mujer, de quien ni siquiera tiene la certeza de que todavía esté viva.

A partir de ese momento, Tóth vivirá un largo calvario que viene a espejar el que acaba de dejar atrás. Será nuevamente víctima del antisemitismo, conocerá el hambre y la miseria que acechan del otro lado del “sueño americano”, se volverá adicto a la heroína y -en el punto axial del relato- conocerá a un súper millonario, Harrison Van Buren (Guy Pearce), que se convertirá simultáneamente en su mecenas y su némesis, su protector y su abusador.

Es significativa la forma en que Corbet y su coguionista Mona Fastvold van estructurando su relato, nunca de menor a mayor, sino siempre de mayor a más grande. Se diría que las aspiraciones monumentales de la película están en sintonía con las de su protagonista, a quien el patrono Van Buren le encarga el diseño y construcción de un colosal centro cívico que lleve su nombre. Que esa ágora de cemento esté coronada por una capilla iluminada por una enorme cruz que toma su brillo cambiante de la ubicación del sol no habla solamente de la inventiva de Tóth como arquitecto, sino también del sentido que el coguionista y director le quiere dar a ese símbolo. Un poco como en Petróleo sangriento (2007), de Paul Thomas Anderson -una película tan ambiciosa como El brutalista pero más lograda-, se diría que para Corbet los Estados Unidos modernos nacen de esa colusión entre capitalismo y fundamentalismo religioso.

Hay otros ecos en The Brutalist. Como en la reciente Megalopolis, de Francis Ford Coppola, que también tiene a un arquitecto visionario en su centro, el modelo sobre el cual Corbet esculpe a su protagonista recuerda –por su intransigencia y determinación- al que Ayn Rand y King Vidor concibieron en The Fountainhead (1949). La diferencia de El brutalista con ambas es que aquí no se trata de un arquitecto WASP como los que encarnan Adam Driver y Gary Cooper, sino de un judío superviviente de la Shoah, que carga con el peso de ese trauma y también con la necesidad del reencuentro con su mujer (Felicity Jones), casi todo un capítulo entero de una película terriblemente irregular, que en una misma secuencia puede alcanzar su cumbre cinematográfica y también sus cotas más bajas.

Es el caso de ese tramo en el que Van Buren y Tóth eligen en las canteras de Carrara, Italia, el mármol que llevarán para engalanar el altar de Filadelfia, donde el viejo formato analógico VistaVision elegido por el fotógrafo Lol Crawley alcanza su cénit. Pero a ese gran momento le sigue la humillación final que el mecenas le propina a su protegido, una escena con referencias exógenas mal asimiladas (como esa vulgaridad importada del Fellini Roma) y que se vuelve burda y redundante, como la mayoría de las escenas de sexo de la película, que van de lo grotesco a lo inverosímil.

Mucho de ese tono grueso lo aporta Adrien Brody, que ya había tenido su cuota de Holocausto en El pianista (2002), de Roman Polanski, y que aquí en El brutalista siempre está al borde de la sobreactuación, como si no confiara plenamente en la grandilocuencia a la que aspira el director y él también quisiera, encima, aportar la suya. Por el contrario, Guy Pearce como Van Buren consigue el tinte justo: su arquetipo de capitalista –con algo del Charles Foster Kane de El ciudadano- tiene una energía negativa auténticamente amenazante y, salvo cuando el director Corbet lo obliga a cruzar la línea del ridículo (como en la ya citada escena en Italia), su personaje logra ser a la vez alegórico y realista, estremecedoramente verdadero.

Tanto Brody como Pearce, así como Felicity Jones como actriz secundaria, más Brady Corbet en su doble carácter de coguionista y director, aspiran a sus respectivos premios Oscar, además de las nominaciones de la película a la fotografía, el montaje, la banda sonora y el diseño de producción. Este año, así como Anora, de Sean Baker, representa al subversivo “arte termita”, no habrá en la ceremonia de la Academia de Hollywood más “arte elefante blanco” (ni siquiera la controvertida Emilia Pérez) que el que proporcione El brutalista. Como decía Manny Farber, es una de esas películas que “tratan cada centímetro cuadrado de la pantalla y del celuloide como una superficie potencial para el despliegue de una creatividad premiable”. 

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