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Los ríos 8 puntos
(Argentina, 2025)
Dirección y guion: Gustavo Fontán
Sonido: Andrés Perugini
Montaje: Mario Bocchicchio
Duración: 52 minutos
Estreno en la Sala Lugones del Teatro San Martín, Av. Corrientes 1530.
Así como los espectadores contemplan la pantalla dentro de una sala de cine, así es como Gustavo Fontán mira al mundo. Su mundo, uno compuesto de memoria, de imágenes recurrentes que invocan versos, espíritus y espacios. Entre estos últimos, los paisajes del litoral ocupan un lugar de privilegio. Ellos fueron protagonistas de trabajos anteriores como La orilla que se abisma (2008), El rostro (2012) o El limonero real (2016), y vuelven a serlo en Los ríos, el más reciente, que se estrena en la Sala Lugones.
La película recorre las riveras del Paraná y sus selváticos territorios costeros, capturando algunas imágenes de un modo en apariencia azaroso. Imágenes reales, pero ficcionalizadas a partir de procedimientos puramente cinematográficos, como el montaje, la distorsión fotográfica, la creación de un universo sonoro independiente por obra y gracia del foley o la convivencia con relatos orales no necesariamente conectados de forma directa con ellas, pero aun así unidos por una familiaridad notoria.
Aunque en ambos casos el sujeto retratado es el mismo, la naturaleza, la diferencia entre los documentales que pueden verse en canales como Nat Geo o Discovery con los filmados por Fontán es total. Acá la mirada no se sostiene en la lógica de las ciencias naturales, que buscan desmenuzar un cuerpo en sus mínimos detalles biológicos. Se trata en cambio de un registro de orden estético atento al conjunto, al cuadro completo, y a los diálogos que se producen entre los elementos que lo componen. La misma diferencia que separa a la observación de la apreciación.
Intercalados entre las imágenes se revelan fragmentos literarios que no parecen extraídos de obras ajenas, como las de Juan José Sáer, Juan L. Ortiz o Arnaldo Calveyra, citas habituales en el cine de Fontán. Por el contrario, todos ellos aparentan haber sido escritos a propósito de lo que se proyecta, condensados en piezas breves que se leen como haikus.
Los ríos podría ser una secuela de La orilla que se abisma. No solo por los paisajes fluviales que su cámara recorre y registra, ni por el peso de esos fragmentos literarios dentro del texto cinematográfico, sino por los espíritus que ambas invocan. Es decir, no solo por compartir una ética, una estética e incluso una poética, sino también una fantasmagoria en común. Esa que se revela cuando las imágenes de la selva, del cielo o las personas se reflejan sobre la superficie ondulante del río y también se agitan, adquiriendo el carácter entre sobrenatural y lisérgico que las identifica como entidades cinematográficas.
Y es que Fontán no filma al río, ni a los árboles ni a los pájaros. Mucho menos a las personas. En su lugar, se interesa por las siluetas que se recortan a contraluz, por las figuras que se mueven a lo lejos, por las sombras proyectadas sobre el suelo, o por esos reflejos que devuelve la superficie viva del agua. No le importan tanto las imágenes puras de lo real, sino las diferentes manifestaciones a través de las cuales estas pueden ser percibidas. En ese sentido, Los ríos es una película de naturaleza platónica y, por eso, radicalmente cinematográfica, más interesada en registrar las figuras que proyecta la luz que viene del exterior de la caverna, que en aquello que ocurre fuera de ella. El triunfo ontológico de la sala de cine sobre el mundo.
¿Pero cuál es el rol de las personas, del ser humano, en ese contexto? No hay dudas de que no se trata de uno protagónico, sino de otro más dentro de un reparto de presencias que habitan un mismo espacio, un mismo cosmos. Presencias concretas a las que Fontán traduce a una lengua cinematográfica, sublime y poética.