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A los seis años, Martha Argerich vivió uno de los momentos más significativos de su vida: sentada en una butaca del Teatro Colón, escuchó el Concierto n°4 en sol mayor de Beethoven interpretado por Claudio Arrau. El impacto se parecía a un trauma y ella nunca quiso tocarlo. "Tal vez sea algo demasiado sagrado. Como si me fuera a morir sobre el escenario", dijo. Esa prudencia puede rastrearse en el plano musical y personal. El escritor y periodista Olivier Bellamy asegura que ella jamás podría haber cruzado palabra con Marlon Brando –su actor preferido– y cuenta que cuando se encontró por azar con Gérard Depardieu –su voz siempre la perturbó– corrió a esconderse. "Quizás sea esta la razón por la cual la mayoría de sus amores fueron, ante todo, amigos. Y quizás sea también la razón por la cual los conciertos que toca más a menudo no son necesariamente los que más ama", explica Bellamy en Martha Argerich. Una biografía, recientemente publicado por Blatt & Ríos, con traducción de Silvia Kot.
Esos misterios explora el libro que se presenta como un mapa de vida –cada capítulo lleva el nombre de una ciudad–. El primero transcurre en Buenos Aires y se titula "Jardín de infantes", donde la pequeña Martha descubrió ese monstruo magnético de teclas blancas y negras. Una señora tocaba canciones de cuna a la hora de la siesta, pero su lazo con el instrumento empezó cuando un compañerito la desafió: "¡A que no sos capaz de tocar el piano!". Eso bastó para que la obstinada Marthita levantara la tapa del instrumento y replicara sin errores una de las melodías. El lazo perdura hasta hoy y a lo largo de los años tuvo sus vaivenes. Bellamy sabe narrarlos con encanto y elegancia. Después de todo, esta es la historia de amor entre Martha y el piano.
El autor se remonta a los orígenes familiares y se detiene en el rol de Juanita, la madre, quien lograba lo imposible y exigía lo mismo de su hija. Bellamy deja claro que la relación siempre fue compleja, pero también que sin ella no hubiese llegado adonde llegó. Martha tuvo dos grandes maestros: Vicente Scaramuzza y Friedrich Gulda. El italiano llegó a Buenos Aires en 1907 e inventó un sistema de enseñanza que combinaba el conocimiento del piano con el de la anatomía humana. Era un genio de la pedagogía y el terror de sus alumnos. Solía rechazar a los niños prodigio pero hubo dos excepciones: Martha y Bruno Gelber empezaron a estudiar con él a los cinco. Los pianistas se ven esporádicamente, pero cada vez que se encuentran resurge la complicidad por haber compartido esa experiencia rica y tortuosa. "Sus clases eran consecutivas. Cuando se cruzaban, el que salía le indicaba al otro con gestos si el maestro estaba de buen o mal humor", cuenta Bellamy. En el fantástico perfil de Leila Guerriero, Opus Gelber, hay más sobre este fauno.
"Decime, ñatita, ¿adónde querés ir?", le preguntó Perón a Martha. Con la misma decisión con que había pedido a sus padres reemplazar el piano de juguete por uno real, ella respondió: "A Viena". La anécdota es bastante conocida pero aquí Bellamy la cuenta en detalle. El presidente le concedió una beca y envió a sus padres como diplomáticos. Al final de la reunión, ella le entregó su libreta de autógrafos y el general escribió: "¡Adelante, Marthita!". En tiempos en los que se niega la importancia del Estado en los trayectos artísticos, la escena es reveladora. Martha quería ir a Viena porque ahí estaba Gulda, el maestro que al oírla tocar le dijo: "¡Oh, Argerich, creo que pertenecemos a la misma familia!". Él ablandó la formación rígida que ella traía del método Scaramuzza; entre otras cosas, supo mostrarle que en la música también había humor.
Sobre su estilo se dijeron muchas cosas. Aquí el autor comparte miradas de críticos, maestros y colegas con muy buen criterio. "Su manera de tocar es una mezcla de erotismo y misticismo", sintetiza alguien. "La elasticidad digital de Horowitz, la electricidad que emana de sus gestos, la colosal potencia de sus octavas, la imaginación del fraseo, la inmaterialidad de sus piannisimo, la vida interior de las voces intermedias, la capacidad de hacer nacer una infinidad de matices, son cualidades que también se encuentran en Martha. El arte de ambos pertenece tanto a la hechicería como al gran estilo", describe el francés.
Un psicoanalista le aseguró que ella no tenía una identidad sexual definida y Gulda solía decirle que probablemente era hermafrodita. Martha alega que el piano también lo es porque "tiene todo: graves, agudos, melodía, armonía" y "se basta a sí mismo". El pianista brasileño Nelson Freire explica que cuando tocan juntos él es "fecundado" por Martha porque ella es el elemento masculino del dúo. La totalidad habita en esta mujer como si fuera una criatura mítica. Otro misterio. De cualquier modo, es difícil poner en palabras lo que Martha hace con el piano. Quizás por eso ella prefiere no hablar demasiado sobre música.
Argerich padeció toda su vida el pánico escénico y no es una pose. A los 8 años dio su primer concierto en público y se lanzó una amenaza terrible: "Si tocás una sola nota falsa, te vas a morir en el acto". Ese terror quizás explique sus famosas cancelaciones, algo que al inicio pensó como manifiesto estético. Sin embargo, Martha se ganó su lugar: siempre es perdonada y vuelve a ser invitada. Uno de los capítulos narra su lazo con Japón, donde el público la venera como a una diosa; esa relación empezó con el pie izquierdo por una cancelación a raíz de una pelea con Charles Dutoit (director de orquesta y ex pareja), pero con el tiempo el recelo se convirtió en devoción.
El amor es otro misterio. Aquí se explora el amor por la música, por el piano, por los compositores (Chopin es su "imposible"), sus padres, hijas y amigos, los maestros y colegas. Sin embargo, da la sensación de que nada de eso la define. También se dedican varias páginas a los hombres con quienes compartió grandes historias de amor: Robert Chen (padre de Lyda), Charles Dutoit (padre de Annie) y Stephen Kovacevich (padre de Stéphanie, quien dirigió un documental bellísimo y crudo sobre la relación con ambos, Bloody Daughter). Bellamy dice que "Martha se ganó una fama de mujer fatal, de devoradora de hombres, que no correspondía en absoluto a la realidad". Ella dice con gracia: "No sé por qué me hicieron esa fama. Yo era muy miope y entrecerraba los ojos para ver a las personas: quizás eso le daba a mi mirada una expresión extraña".
En el aura Argerich hay varios datos pintorescos: su proverbial desorden, sus rutinas nocturnas ("Soy un poco Draculina"), su interés por la astrología ("Demasiado capricornio para mí"), su vínculo con el dinero ("He tenido mucho y muy poco a lo largo de mi vida"), su memoria sobrehumana, su amor por la vida en comunidad. En los '80 compró un orfanato del siglo XIX y esa casa siempre estaba llena de gente: nuevos talentos, músicos en crisis o –como decía Juanita– "parásitos". Esa efervescencia fue atenuándose con los años pero siempre le gustó estar rodeada de amigos. Detesta las relaciones exclusivas, el star system, los valores prohibitivos de las entradas, la solemnidad del mundillo de la música clásica y los artificios del sistema. "La derecha es el dinero. Yo no vengo de allí", declaró alguna vez. Por supuesto el libro consigna los momentos destacados de su carrera (premios, concursos, discos), sus años sin tocar y la lucha contra el cáncer. Pero lo más atractivo no reside en la información pública sino en eso que es más íntimo y profundo: su lazo afectivo e irremediable con el piano.