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Mientras gran parte de los medios de comunicación del mundo refleja las imágenes del duelo - presente aquí y allá y por encima de los ámbitos religiosos- a raíz de la partida del papa Jorge Bergoglio, muchos fieles y otros tantos que no lo son, se congregan en la plaza San Pedro de Roma para darle el último adiós a quien fue Francisco, el primer argentino y latinoamericano que lideró el catolicismo mundial.
Pocos se habrán enterado que el pasado domingo, sabiéndose gravemente debilitado pero plenamente consciente de la fragilidad de su salud, el Papa no quiso faltar a la cita con los peregrinos que se habían reunido en San Pedro. Por eso le pidió a Massimiliano Strappetti, el enfermero italiano a quien él mismo había nombrado como su asistente sanitario personal desde 2022, que lo acercara hasta la plaza donde cincuenta mil personas oraban por su salud pero también reclamaban su presencia.
“¿Crees que podré hacerlo?” le preguntó el Papa a Strappetti quien lo consintió y lo animó a emprender su último viaje en vida hacia San Pedro para abrazarse con la multitud y despedirse cara a cara de quienes le demostraban allí su cariño, de la misma manera que lo habían hecho antes mientras estuvo internado en el hospital Gemelli.
“Gracias por devolverme a la plaza” habría dicho Francisco -según confían sus más cercanos colaboradores- tras lo que fue también su último recorrido en el papamóvil entre la gente. Satisfecho regresó entonces a “su casa” en Santa Marta para volver a reposar en el lugar que había elegido para vivir desde que fue electo Papa. Su partida ocurrió durante el sueño, sin mayores dolores, como él mismo le había rogado “al Señor” para enfrentar la muerte: “tú lo sabes, me da bastante miedo el dolor físico.. Así que, por favor, que no me haga mucho daño” dejó escrito en su autobiografía.
Hoy, cuando su cuerpo todavía está en la basílica de San Pedro para el último adiós, las noticias corren y las especulaciones varias se centran en quien podría ser su sucesor, para dar continuidad a su obra o bien inclinar el futuro de la Iglesia Católica hacia otro horizonte. Pero al margen de lo que suceda Francisco ya dejó su impronta, su mensaje y su sello, en el catolicismo y en la sociedad. En sus documentos, pero también en sus gestos,
Entre sus últimos esfuerzos y al margen de los textos doctrinales, dejó expresada su visión del mundo a través de su relato autobiográfico. También algunos aspectos poco conocidos de su vida.
Quizás nadie lo sepa. O tal vez algunos de sus colaboradores más cercanos. Pero a través de la lectura de “Esperanza”, la autobiografía que Francisco escribió con la colaboración de Carlos Musso (Plaza y Janes, 2025), obra de casi 400 páginas publicada en enero de este mismo año, surgen sus verdades y convicciones. Allí están casi todos los temas que le apasionaron y le preocuparon al Papa (la guerra, el populismo, la iglesia, la democracia, la dictadura militar, internet, el cambio climático, los homesexuales...) pero también su propia historia, anécdotas de su vida en Argentina y en el Vaticano. Esto último es lo que intentaremos rescatar en estas pocas líneas.
Adelantándose al momento de su muerte expuso lo que luego dejó expresamente indicado en su testamento: “no me enterrarán en San Pedro”. Y argumentó que “el Vaticano es la casa de mi último servicio, no la de la eternidad”. Según Francisco “el ritual de las exequias era demasiado ampuloso”, por ese motivo “he hablado con el maestro de ceremonias para aligerarlo: nada de catafalco, ninguna ceremonia para el cierre del ataúd. Con dignidad, pero como todo cristiano”, escribió.
Durante sus doce años como Papa siguió utilizando su pasaporte argentino, como una forma de aferrarse a su país natal al que siempre tuvo presente más allá de los reproches de tantas y tantos porque nunca regresó a su tierra desde que fue ungido como pontífice. “Mis raíces son italianas, pero soy argentino y latinoamericano”.
Una de las “privaciones” a las que se tuvo que someter por su condición de Papa fue abandonar las caminatas por las calles, en este caso de Roma. Hay fotos que lo muestran caminando en solitario por las callecitas romanas vacías durante la pandemia. Como buen porteño, Bergoglio era un hombre de ciudad.
“Siempre me ha gustado caminar. Cuando era cardenal me encantaba recorrer las calles a pie y tomar el metro. A algunos les extrañaba e insistían en acompañarme, o en que fuera en coche, pero a veces la realidad es muy sencilla: me gusta caminar. La calle me cuenta muchas cosas, en la calle aprendo. Y me gusta la ciudad, por encima y por debajo: las calles, las plazas, las tabernas, la pizza que se consume en mesitas al aire libre y que sabe muy diferente de la que entregan a domicilio... Dentro de mi alma me considero un hombre de ciudad”.
Un porteño admirador de Jorge Luis Borges. “Admiré y estimé mucho a Borges, me impresionaban la seriedad y la dignidad con las que vivía la existencia. Era un hombre muy sabio y muy profundo”. Confiesa que “un buen tango hace bailar incluso en silencio”. Bergoglio, como persona, como sacerdote y aún como Papa, necesitaba del encuentro con sus amigos, con los que nunca perdió contacto incluso desde Roma. Él mismo lo recordaba citando al poeta y compositor brasileño Vinicius de Moraes que decía que “la vida, amigo, es el arte del encuentro, aunque haya tantos desencuentros. Acercarse realmente a los demás significa no tener miedo de entrar en su noche”.
Admite que “la melancolía siempre ha sido una compañera de vida: aunque de manera no constante, desde luego, ha formado parte de mi alma y es un sentimiento que me ha acompañado y que he aprendido a reconocer”.
Muchos dicen que Bergoglio, ya en el Vaticano, recobró el buen humor que caracterizó su vida pero que él mismo reconoció que había perdido durante sus últimos tiempos en Buenos Aires. “El humor también es auténtica sabiduría. Y es relación con los demás, porque es fácil reír en compañía, pero casi imposible hacerlo en soledad”.
Nunca negó su pasión por el fútbol y su amor por San Lorenzo. Aunque, admitió, “hace treinta años que no veo un partido de San Lorenzo en televisión”. porque desde 1990 decidió no mirar más televisión “para respetar una promesa que le hice a la Virgen del Carmen la noche del 15 de julio de aquel año” después de haber visto “una escena sórdida que me impresionó con dureza”.
“Siempre me gustó jugar al fútbol, daba igual que no fuera muy bueno”, dice. “En Buenos Aires a los que eran como yo los llamaban ‘pata dura’. Algo así como tener dos pies izquierdos. Pero jugaba. A menudo hacía de arquero, una buena posición que le entrena a uno a encarar la realidad, a enfrentase a los problemas; puede que no sepas de donde viene exactamente la pelota, pero eso no importa, tenés que tratar de detenerla. Como en la vida. Jugar es un derecho, y no ser campeón es un derecho sagrado. Te hace feliz aunque seas pata dura”.
¿Qué es la felicidad según Francisco? Él lo explica recurriendo a “un gran escritor latinoamericano”, el uruguayo Eduardo Galeano. Relata Galeano que “un día un periodista le preguntó a la teóloga protestante Dorothee Sölle: ‘¿Cómo le explicaría a un niño qué es la felicidad?’ No se lo explicaría -respondió ella-, le daría una pelota para que jugara. No hay mejor manera de explicar a alguien qué es la felicidad que hacerlo feliz. Y jugar hace feliz, porque a través del juego puede expresarse la propia libertad, competir de manera divertida o, simplemente, vivir la afición. Porque puede perseguirse un sueño sin que uno deba convertirse forzosamente en campeón”.
En Argentina -y muchas veces para desacreditar sus dichos- se tildó a Bergoglio de “peronista”. “Yo procedía de una familia radical -dice-, mi abuelo materno había sido radical en 1890, de esos que participaron en la llamada Revolución del Parque, que a finales del silgo XIX provocó la caída del presidente Miguel Juárez Celman”.
Y relata que “un domingo, tendría yo unos quince años, en que estábamos comiendo en casa de los abuelos maternos: mi tío Guillermo, empresario, una buena persona, que era el marido de mi tía Catalina, hablaba por los codos y criticaba a Perón, parecía que nunca se iba a callar. En un momento me cansé de oír aquel disco rayado y me enfadé. No tenés derecho, le dije. Sos rico, ¡qué sabrás vos de los pobres y de sus tribulaciones! También las tenía tomadas con Evita: era una mujer de mala vida, decía, porque había sido actriz de cine. Y yo: pero ayuda a los pobres, ¿vos los ayudas? Empezaron a cruzarse los insultos y la situación degeneró. Hasta que agarré el sifón y le rocíé la cara a mi tío con agua de seltz. La tía me sacó de la habitación, y entonces, nunca mejor dicho, se calmaron las aguas. Luego, obviamente, le pedí perdón”.
Para Francisco “aquel fue en cierto modo el bautismo público de mi pasión política, aunque no fuera yo quien acabó rociado de agua”. Y reconoce que “por otra parte, la primera formulación de la doctrina peronista tiene un nexo con la doctrina social de la Iglesia”. Quizás por eso “la política siempre me ha interesado, siempre”.